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marcosespanolsicart

Carlinhos, menudo marrón

Estuve el otro día -15 de octubre- en el concierto que el exitoso Carlinhos Brown dio en la sala Multiusos de Zaragoza junto a grupos como Ojos de Brujo y los Mártires del Compás. Los dos últimos captaban más mi interés que el brasileño -perdón por la blasfemia-, ya que las actuaciones que había visto de ellos -los Mártires en el Centro de Historia el verano de 2003 y Ojos de Brujo en las últimas o penúltimas fiestas de Ejea- justificaban el precio de la entrada por sí mismas.

Como no podía ser de otro modo, y pese a no disponer de mucho tiempo, los que ya merecían mi confianza estuvieron a la altura. Animado por ellos, abierto a la novedad, esperaba con ansia descubrir el secreto de ese Carlinhos Brown que está presente en tres o cuatro discos de reciente lanzamiento, participa en la última película de Fernando Trueba, su nombre se oye en las noticias cada dos por tres, y todo el mundo está encantado con su música y sus buenas obras.

Ahora, días después de la actuación, me sigo preguntando por qué se le da tanto bombo a un tipo semejante. Encima del escenario habitaron unos cuantos pobres músicos decentes, martirizados por las directrices incesantes de un amo y señor de pacotilla que no paró de ningunearlos y hacerse el interesante mandando callar a uno u otro, agarrando instrumentos al azar para hacer el canelo, soltar consignas políticas demasiado viejas y demasiado tontas, y subir a niños al escenario para quedar de super-mega-solidario. Menos mal que no vio al chico en silla de ruedas que estaba a mi lado, porque si no ya estaban llevándoselo en volandas hasta el nuevo mesías.

Cada vez más indignado, observaba cómo los monitores repetían una y otra vez la escena de la noche: Carlinhos Brown, delante de miles de personas, se acercaba a un chaval al que previamente había invitado a escena, se ponía de rodillas frente a él y le daba nada menos que su sombrero. Ante tal alarde de humanidad, la Multiusos entera, salvo yo y otro que estaba borracho, rompió a aplaudir fervorosamente. Hasta gemidos de puro éxtasis se oyeron, gritos eufóricos de un público embobado al que ni yo ni el borracho lográbamos comprender.

Yo no sé si será que el día que el brasileño hipnotizó a todo el país yo estaba en un viaje astral, porque de verdad que escapa a mis entendederas que a semejante individuo se le venere de tal forma. No es mi intención discutir la labor humanitaria que se le atribuye -la cual tampoco me creo a pies juntillas- y, aunque sólo sea por el prestigio de los artistas que han trabajado con él, confío en que alguna noción de música tendrá; pero lo que yo vi en la Multiusos el pasado día 15 de octubre fue el penoso espectáculo de un embaucador de esos que antaño vendían crecepelo, cuyas trasnochadas estratagemas para ganarse al público yo creía -qué cándido- extinguidas desde hacía tiempo, incluso aquí, en la siempre rústica España.

Seguramente no tendré la más mínima razón ya que, como he dicho, sólo yo y el borracho no aplaudíamos las palabras que llegaban del escenario. En mi caso, la omisión estuvo motivada, en primer lugar, por no ser capaz de entender gran parte del discurso, lo que debe achacarse a que no domino la lengua portuguesa como los miles de personas del público de aquella noche –verdaderos expertos-; en segundo lugar, no aplaudí porque lo poco que logré comprender fue identificado por mi cerebro malsano como una arenga populista y barata.

Es un hecho: la locura se ha apoderado de mí. Dedico todas mis energías a apartar de mi alma las ideas que la corroen. Lucho por ser como los demás y que la piel se me ponga de gallina al escuchar a Carlinhos. En alguna ocasión me ha parecido incluso que lo iba a conseguir, que realmente tenía la tentación de correr a la tienda a por uno de los numerosos elepés que el Elegido ha editado prácticamente al mismo tiempo. Pero al final siempre vuelve a mí un recuerdo de la actuación que lo echa todo por tierra:

Le veo a Él sobre el escenario. El público, en trance. Empiezan a sonar los inconfundibles acordes de “No Woman No Cry”… Por mucho que lo intente, en mi enfermedad, no puedo evitar que me parezca de muy mal gusto que Carlinhos Brown cogiera la para siempre hermosa canción de Bob Marley -ésta sí fruto de un corazón honesto que no pudieron domar, un corazón que ha merecido y merecerá eternamente ser admirado-, y que, en el estribillo, sustituyera las palabras originales, las mismas que titulan la canción, por: “Oooh, mama Pilaaar” -juro que es verídico-.

Entonces, toda la sala Multiusos -menos el borracho y yo-, al unísono y en perfecta comunión, bramó también: “Oooh, mama Pilaaar”…

El horror me invade, al rememorarlo, con la misma intensidad cruenta de entonces.

Qué será de mí.

Snif.

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