Esos niñatos
El rap avanza, imparable. Se lo comerá todo. Cuando nació, hace casi 30 años, parecía una rareza pintoresca que no saldría del Bronx. Hoy oigo rapear en castellano y japonés, en rumano, alemán o árabe. En un mercado musical en el que los alquimistas comerciales han sustituido a los creadores y los discos son productos con ingredientes repetidos hasta el éxtasis, el rap se ha convertido en la oportunidad para el cambio. Hace unos meses, un grupo de hip-hop nacional alcanzó el número uno de ventas en España. Fueron los zaragozanos Violadores del Verso y su último disco, 'Vivir para contarlo'. No es un accidente, es un síntoma más. La Mala Rodríguez está a punto de sacar disco y pinta mejor que nunca. En Estados Unidos, el rap y sus subproductos comerciales han sustituido al pop. Madonna se mudó a Londres. El gurú británico Damon Albarn, líder de los míticos Blur, ha apostado sin reservas por el hip-hop para masas con Gorillaz.
Yo lo he visto. He visto cómo tiemblan los cimientos de las salas en las que actúan los Violadores. Enganchan, les dicen a los adolescentes lo que nadie les decía y tantas veces se habían preguntado, hablan en su idioma. Y la producción es mucho más sencilla que en el rock, basta un buen letrista y un dj con gusto para sacar un disco y subirse al escenario. La romántica idea del grupo de amigos que se junta para hacer música está caduca. Los jóvenes están estresados, presionados, no tienen horas para eso, pero sí para vaciarse de demonios delante de un papel, en un despiste del tiempo.
Yo amo el rap desde que llegó a España. Mis primeros discos fueron de Public Enemy, Ice Cube, Beastie Boys. Pero me entristece presenciar la agonía del rock, que durante décadas ha dejado bandas gloriosas y ha moldeado el mundo tal como lo conocemos.
Por eso, esos niñatos llamados Arctic Monkeys me parecen una bendición.
No sé a quien se le ocurrió la falacia de que la historia del pop-rock era una especie de mano a mano entre británicos y estadounidenses. La afirmación no tiene en cuenta que los orígenes del estilo están en la música negra y, por lo tanto, en África, al igual que el jazz, el hip-hop, el reggae o la samba. Además, equiparar la aportación yanqui a la del Reino Unido me parece una soberana falta de conocimiento. Por no extenderme, basta con decir unos pocos nombres: Beatles, Stones, Bowie, Deep Purple, The Who, Sex Pistols, The Smiths, New Order, Queen.
Por eso me alegro de que la última gran oportunidad del rock aparezca donde siempre se mimó el estilo y, además, lo haga en Sheffield, esa ciudad que es como un símbolo de la desesperanza del mundo moderno. Y sí, lo he dicho bien, última gran oportunidad: Arctic Monkeys. Una banda de chavales de 16 años que se hacen famosos en Inglaterra antes incluso de sacar su primer disco, 'Whatever the People Say I Am, That's What I'm Not'.
Es enorme. En él escucho la herencia de décadas y, a la vez, encuentro una puerta que se abre hacia algún sitio. Está esa energía que los alquimistas no logran clonar, ese ímpetu punk que arrasa con todo lo que se le ponga delante y te deja sin aliento. Los Arctic Monkeys son viejos y nuevos, gamberros y delicados, intuitivos y demoledores.
Tanto es así que, este verano, esos niñatos van a encabezar el cartel de un festival del prestigio del de Benicássim y, encima, el anuncio ha llegado antes de que salga su segundo disco al mercado, que está al caer. Reconozco que me da miedo, que temo por su juventud, por que no los hayan quemado, por que no estén demasiado solos en esta lucha de titanes en la que les han metido casi sin darse cuenta.
Pero también pienso que así es el rock, ¿no?
Mucha suerte, Arctic Monkeys.
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