Berlín
Lo primero que hace Berlín es negar dos de mis tres prejuicios. Esperaba encontrar la tercera capital de Europa, el orgullo de Alemania, la gran metrópoli que me faltaba por conocer tras Londres y París. En cambio, se presenta como una ciudad mediana, accesible, más parecida, por ejemplo, a Glasgow o Barcelona, con un centro rebosante de vida cotidiana.
La segunda negación: Berlín no se muestra alemana. Frankfurt, Dusseldorf, Colonia son alemanas, no Berlín. La sensación constante es que estás en Polonia, en el Este, no en Europa Occidental.
Lo que sí esperaba encontrar y encuentro son las heridas de la Historia. Berlín sigue siendo una ciudad rehabilitándose, todavía con una personalidad indefinida. Eso ha influido para que en los últimos años se haya convertido en uno de los refugios más apetecibles para jóvenes de todo el planeta. El porcentaje de gente por debajo de los 35 años que encuentras por la calle es muy superior al de cualquier otra ciudad. Se respira creatividad, imaginación, arte.
Culta en sus edificios nobles, vanguardista en las galerías que crecen como setas en el Mitte. Cool por la noche, a orillas del Spree, tomando un cóctel en el Watergate. Nostálgica del sueño marxista, pero también con nuevos sueños que las legiones de jóvenes imprimen. Vieja, pero sobre todo nueva, la ciudad tiene el récord mundial de esperanza por metro cuadrado.
Deslizándome en bici por Unter der Linden, la puerta de Brandenburgo al fondo. Paramos a cotillear en un mercadillo callejero. Se me antoja que lo irresistible de Berlín es que no ha decidido qué es, por lo tanto puede ser cualquier cosa.
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