La Navidad de Jamal
Manhattan, luces de Navidad. Desde arriba, tapan el gris del asfalto los abrigos grises, rojos, azules marino de la gente que atiborra las aceras y los pasos de cebra. Una manta a retales que se agita, se arruga y se retuerce, iluminada por los focos de los escaparates y los faros de los taxis, luciérnagas locas que se abren paso de aquí para allá, hacia ningún sitio o hacia todos. El agujero del mosaico multicolor se llama Jamal, una sombra que se desliza como un tropezón de noche, como si del cielo dormido hubiera caído una salpicadura que se escurre en un territorio ajeno. Jamal se queja interiormente del caos, del bullicio, del rabioso capitalismo consumista que empuja a los borregos a comprar y comprar, a quedarse embelesados con joyas, zapatos e iphones. Jamal es un extraño, un extraterrestre que no soporta su alrededor, que anda todo lo rápido que puede, hacia no sabe dónde, sólo por el alivio de andar. Se encendería un cigarrillo, pero no tiene fuego. Sortea a los caminantes, tropezándose con ellos, enfadándose por su lentitud, porque no piden disculpas y no tienen respeto. Jamal avanza y avanza, cada vez más enojado. Hasta su abrigo parece más oscuro entre papanoeles que agitan campanas y lo dejan sordo. Observa a los niños cogidos de sus madres y no los entiende. Animaluchos de ojos como platos que miran a todas partes, tontos y salvajes. Una niña se quedó mirando a través del cristal una tienda de chocolates y, al darse la vuelta, estaba sola. Se agarra al primer abrigo que pasa, el de Jamal, y se echa a llorar. Él se asusta, para en seco y odia su abrigo rosa. Desde aquí arriba, no sabría decir quién está más asustado. Jamal se agacha y le pregunta cómo son sus padres. Ella no puede hablar y se le abraza. Sin saber qué hacer, por una vez, Jamal se deja llevar. Se levanta cogiéndola en brazos, la aprieta contra su pecho, le acaricia el pelo lacio con su mano temblorosa y, de pronto, sin saber muy bien por qué, se relaja. "Tranquila", le susurra al oído, "los encontraremos". Jamal mira a su alrededor y se topa con los ojos nerviosos de una pareja. Al ver a la niña, sonríen y a la mujer se le asoma una lágrima. Jamal despega a la niña de su pecho y se la ofrece al hombre, que se lo agradece sin palabras, con una rotundidad estremecedora. Se estrechan las manos. Jamal ve alejarse a la niña, ya calmada en los brazos de su padre. Ella le mira fijamente y, cuando va a perderle de vista, levanta su bracito para despedirse. Parado en medio del río de gente, que roza con bolsas su abrigo oscuro, Jamal urga en un bolsillo sin buscar nada en concreto y encuentra un mechero. Enciende un cigarro, levanta la cara para soltar el humo y descubre el hermoso brillo de las luces de Navidad que ha tenido todo el tiempo, sin darse cuenta, sobre su cabeza. Jamal se pone a andar, ahora despacio, y empieza a admirar el mar de colores de la isla de Manhattan.
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