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marcosespanolsicart

La Aljafería: memorias de la Medina al-Bayda

De este reportaje, aparecido en la revista ARAGÓNRUTAS 31, estoy especialmente orgulloso. Está dedicado a uno de mis edificios favoritos de Zaragoza, el palacio de la Aljafería, de origen islámico. En el texto intenté acumular palabras procedentes del árabe, tal vez por ello los filólogos encuentren en él mayor interés.

Corría el año 94 de la Hégira cuando el valí Musa ibn Nusayr, al mando de su ejército musulmán, conseguía la hazaña de conquistar la ciudad que, a partir de entonces, sería conocida como “La Blanca”: la Medina al-Bayda, Saraqusta, nueva capital de la Marca Superior de al-Andalus. Largo tiempo permanecería la aldea bajo la protección de Alá, el Compasivo, el Misericordioso, ya fuera gobernada desde Damasco, desde Córdoba o por sus propios reyes. Huertas y acequias invadieron los barrios, y los pálidos muros empezaron a lucir ante el auge del verde como nunca antes lo habían hecho. El aire se pobló del aroma del jazmín, de azahares y alhelíes, en cuyo alborozo se proyectaría la construcción de un alcázar para defender la ciudad.

Qasr al-Surur, “Palacio de la Alegría”, fue el nombre de lo que hoy conocemos como la Aljafería (al-Yafariyya) en recuerdo de Ahmad Abu Yafar ibn Sulayman, segundo monarca de la dinastía de los Banu Hud, quien emprendió la construcción del palacio taifal en el siglo XI a partir de las edificaciones defensivas anteriores (s. IX). Comenzaría así la etapa más brillante de la milenaria historia de la alcazaba, convertida en una refinada corte de artistas, científicos e intelectuales, tanto musulmanes como judíos.

Alabastros, zafiros y bedelios

Nadie más apropiado para hablarnos de la Aljafería taifal que Selomó ibn Gabirol, poeta judío de la corte saraqustí de Mundir II:

Vaguemos a la sombra de las parras // dejándonos vencer por el deseo // de contemplar imágenes radiantes // en un palacio erguido sobre sus derredores. // De ricas piedras hecho, // que fue planificado con justeza, // sus muros y cimientos de fuertes torreones. // Se abre una explanada en su contorno; // parterres de narcisos sus patios engalanan; // sus cámaras, que han sido construidas // están pavimentadas de mármol y de pórfido // y no puedo contar los pórticos que tiene. // Sus puertas son cual puertas de ebúrneos pabellones, // bermejas como el sándalo de santos tabernáculos. // Traslúcidas ventanas, que tienen sobre ellas // lucernas, y en las cuales los astros se avecindan. // La bóveda, cual tálamo de Salomón, está // colgada del ornato de las cámaras; // parece que da vueltas girando entre los brillos // de alabastros, zafiros y bedelios.

Las palabras de ibn Gabirol podrían parecer poco verídicas, no en vano es poeta y no perito, pero su texto consigue transmitir como pocos esa magia exótica, ese lujo embrujado y sensual que solemos atribuir a lo islámico. Sin duda así era el palacio, y el tiempo no ha logrado borrar las huellas pese a su empeño. Hoy, en el patio de Santa Isabel, frente a los arcos del pórtico Sur que se entrecruzan en formas lobuladas y mixtilíneas, a la sombra de un naranjo, se percibe todavía la magia de aquel apogeo cuya seducción se halla en la delicada e irresistible belleza que invade cada espacio.

Tiene el arte islámico obsesión por lo hermoso, por la hermosura en sí, por esa razón todo detalle contribuye a magnificarla. Si miramos desde el patio al pótico Norte, los sucesivos espacios diáfanos y oscuros que crean las arquerías, a modo de pantallas visuales, nos sumergen en el misterio y la riqueza de aquella corte que habitó el Palacio de la Alegría entre alhajas, azulejos y conversaciones sobre la cifra o el álgebra.

Resulta lógico pensar que lo que se encuentra detrás de esas sucesivas regiones de luz y sombra constituía un lugar importante en el conjunto taifal. Así era: el pórtico Norte guarda en su fondo, una vez sorteado el bosque de columnas, el salón Dorado o de los Mármoles, en el cual estaba instalado, semioculto, el trono del rey. La sala era entonces todavía más sorprendente, gracias a la viveza cromática con la que estaba decorada. Se imponían los tonos rojizos, dorados y azules, éste último también en la techumbre, en la que además se habían pintado estrellas con la intención de recrear el cosmos.

No muy lejos, un arco solemne decorado con ataurique da paso a la mezquita, pequeño oratorio cuyo uso fue eminentemente privado, dado el carácter íntimo del palacio y que la mezquita mayor de Saraqusta estaba situada en lo que hoy es la Seo. El interior, de planta octogonal, es todo un lujo de detalles decorativos, de virtuosismo preciosista que pese a los desmanes del pasado se ha mantenido hasta hoy. Destaca el arco del mihrab, de proporciones cordobesas, cuya finísima ejecución se extiende al ataurique que invade el resto de la sala. Revisten el prodigio algunos suras del Corán, recordando el carácter sagrado de un oratorio que en nuestros días, aunque excepcionalmente, se ha usado para el fin con el que fue construido, coincidiendo con alguna visita ilustre a la ciudad de creencia musulmana que ha manifestado el deseo de orar en él.

Por último, como elemento unificador, el patio. Siempre el patio. Es allí donde hombre, arte y naturaleza se dan cita, al arrullo del agua que fluye por los canales que atraviesan el suelo, que ruge en la fuente, que como un espejo arroja a sí mismos la silueta de los pórticos, sus encajes imposibles ahora vibrantes en el reflejo de las albercas. El nombre de Santa Isabel se le aplicó al patio posteriormente a la época taifal, en recuerdo a la infanta aragonesa que casó con el rey Dionís de Portugal y cuyo nacimiento pudiera haberse producido en la propia Aljafería.

Tanto monta

Y es que en el palacio hay muchos palacios, dada su larga historia, y entre sus muros se han producido momentos de gloria y fracaso, periodos oscuros y de brillante recuerdo, correspondiendo a su ciudad milenaria e ilustre, que nació al albor de las civilizaciones y sigue ahí, vieja y hermosa, mostrando sus huesos con prestancia admirable. Ahí está la Aljafería, que vería el ocaso del poder taifal ante la pujanza de los llamados aragoneses. Tras siete meses de asedio cayó La Blanca, rendida al tesón de Alfonso el Batallador, y el Palacio de la Alegría quedó vacío, esperando a sus nuevos dueños.

Fueron muchas las reformas que vivió el edificio en periodo cristiano, llamando la atención el legado de Pedro IV el Ceremonioso, aunque hoy sólo queden restos aislados de su esplendor. La sala del Aljibe, justo detrás del salón Dorado, ha conservado los alfarjes desde aquel tiempo y reproduce algunos de los símbolos históricos de Aragón: la cruz de Íñigo Arista, que recuerda sus vínculos con el reino de Navarra; la cruz de San Jorge con las cuatro cabezas de moros, conmemorativa de la mítica batalla de Alcoraz, en la que se tomó Huesca; o las barras que Jaime I el Conquistador concedió a Daroca y se convirtieron más tarde en señal real. Incluye la sala, además, el antiguo aljibe árabe, que todavía hoy recoge agua del Ebro.

Fueron los Reyes Católicos quienes más empeño dedicaron en remozar la antigua alcazaba, y su palacio impresiona por su concepción monumental, en especial en las techumbres, taujeles en las salas de los Pasos Perdidos y un deslumbrante artesonado en el salón del Trono. Los símbolos de los reyes se repiten hasta el éxtasis: el yugo y las flechas; piñas que son símbolo de inmortalidad y fertilidad; y el nudo gordiano, razón de la famosa frase “Tanto monta…”, popularmente distorsionada.

Vivió el palacio tiempos en los que el esplendor se apagó, correspondiendo con su uso como sede del tribunal de la Inquisición o como cuartel militar, cuyos destrozos a un edificio que había detentado la condición de alcázar real fueron numerosos y graves pero, por suerte, no consiguieron borrar su esplendor. Además, gracias a las profundas reformas de acondicionamiento que se llevaron a cabo para adecuar la Aljafería como sede de las Cortes de Aragón, hoy es posible recorrer la historia de Zaragoza y admirar alguno de sus hitos arquitectónicos.

Es la Aljafería, con toda probabilidad, uno de los dos edificios más importantes de una ciudad inmortal, reflejo airoso del largo camino que ha recorrido. Visitar las salas del viejo palacio, los distintos palacios del palacio, pletóricos de vida pese al tiempo, nos sumerge en lo que somos, seremos y fuimos, y nos enseña que la mano devastadora de los siglos no puede borrar las huellas que en ellos estampó el hombre. La Aljafería tiene la puerta abierta y espera a que todos entremos. Está segura de que así será.

Ojalá.

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