Románico en las Cinco Villas: el arte transparente
Artículo aparecido en ARAGÓNRUTAS 30
En la Edad Media todavía no se busca en el arte la belleza por ella misma (...), la razón de apetecerlo reside en su destino, en el hecho de ponerse al servicio de alguna forma de la vida.
Johan Huizinga. El otoño de la Edad Media
El poder de seducción que caracteriza a la Edad Media se manifiesta en la comarca más extensa de Aragón con especial intensidad, gracias a un notable patrimonio románico en el que destaca su sorprendente profusión iconográfica, herramienta para educar a un pueblo mayoritariamente analfabeto. Hoy en día, la riqueza escultórica de los templos cincovilleses nos invita a bucear por aquel tiempo legendario y descubrir el buen hacer de unos magníficos artesanos, para quienes la belleza era más un medio que un fin.
Hay quien ve en la Edad Media un largo y oscuro túnel entre dos de las etapas más esplendorosas de la historia de Occidente: la civilización romana y el Renacimiento. En una época en la que los destellos de la cultura clásica parecían haberse extinguido para siempre entre las brumas que genera la lejanía, otra cultura más joven, el Islam, había conseguido asentarse con éxito en la península Ibérica y relegar a las comunidades cristianas a los límites septentrionales, donde se originarían los procesos de reconquista.
Para comprender la esencia de ese mundo es necesario tener presente que cualquier concepto, incluso el más universal, está siempre modelado por las circunstancias del tiempo en el que se da: ¿Qué quería decir muerte cuando, tras sortear terribles enfermedades durante niñez y juventud, el frío metal podía estar aguardando tu carne en la siguiente esquina? ¿Qué significaba riqueza para una comunidad en la que comer tres veces en una jornada habría sido causa de estruendoso júbilo? En estas circunstancias, ¿qué significaba arte?
El poder religioso cristiano, con los monasterios como principales centros de actividad, no sólo se ocupaba de las funciones propias de la fe; sino que además había logrado conservar en su seno, manteniéndola viva, aquella cultura clásica que en los demás ámbitos de la sociedad no era sino una sombra del pasado. El estilo arquitectónico en boga procedía de Francia, donde la abadía de Cluny había acometido una reforma que le permitiría controlar, en su esplendor, más de 1.000 monasterios. El importante cenobio galo se hizo cargo asímismo del movimiento peregrino que generaba la ciudad de Santiago, y Aragón, en el camino hacia tierras compostelanas, comenzó a llenarse de templos cuyo arte llamamos Románico por sus vínculos con la civilización capitolina, dominadora en su tiempo del universo conocido.
Los monasterios e iglesias más antiguos, situados en el Alto Aragón, adoptaron la sencillez característica de un estilo arquitectónico que, no obstante, fue evolucionando a la par que el reino se expandía hacia el sur, alcanzando su madurez en el siglo XII. Por aquel tiempo, la zona que hoy constituye la comarca de las Cinco Villas disfrutaba de una bonanza económica motivada por la concesión de una serie de fueros, los cuales impulsaron el comercio y permitieron la construcción de la mayoría de los templos que hoy podemos contemplar.
El Románico cincovillés, en el que se conjugan influencias adquiridas gracias al paso del Camino de Santiago, tiene como característica principal la sorprendente profusión iconográfica en portadas, ventanas, canetes e interior de ábsides, en contraste con la sobriedad de los ejemplos altoaragoneses. Estuvieron a cargo de la decoración escultórica los más prestigiosos artífices de la época, como el maestro de Agüero -también conocido como maestro de San Juan de la Peña- o el Maestro Esteban, cuyas composiciones de interminables detalles sirvieron, pues ese era su fin, para instruir acerca de la historia sagrada a un pueblo en su mayoría analfabeto. Hoy, contemplando las expresiones, atuendos y actividades de las miles de figuras que decoran los templos de las Cinco Villas, uno se encuentra de golpe, frente a frente, con la Edad Media en su expresión más genuína, gracias a las manos sabias -y también ingenuas- de aquellos magníficos artesanos.
La comarca está literalmente plagada de iglesias y ermitas románicas, contando además con excelentes ejemplos de arquitectura militar de la época. Desde el sur, la primera villa que encontramos es Tauste, cuya torre de Santa María se cuenta entre las más hermosas de Aragón. Pero si lo que buscamos es Románico debemos encaminarnos hacia la ermita de San Antón, modesto pero interesante edificio de transición al Mudéjar, en el que está presente el ladrillo y donde, como en tantos otros templos de la zona, podemos encontrar la conocida imagen de la bailarina, firma habitual del taller del maestro de Agüero. Si nuestra voluntad es la de localizar todo vestigio que se halle en la comarca -labor heroica de llevarse a cabo-, debemos tener en cuenta que entre Tauste y Ejea, a la altura del kilómetro 25,700, parte una pista que conduce al pequeño núcleo medieval de Añesa, de cuya vieja iglesia, del siglo XIII y hoy de uso privado, se pueden observar algunos restos.
En Ejea, capital de las Cinco Villas, encontramos uno de los conjuntos medievales más importantes y curiosos de la zona, en el que destacan los templos de Santa María y El Salvador. El primero, consagrado en 1174, presenta la forma característica de las iglesias-fortaleza cistercienses, con robustos contrafuertes que destacan al exterior y contribuyen en su aspecto de solidez. La otra iglesia románica de Ejea, la de El Salvador, es ya del siglo XIII y ejemplo claro de transición al Gótico. Aunque en el siglo XVII se llevaron a cabo abundantes modificaciones que camuflaron su origen en parte, el aspecto del exterior del templo, con sus dos rotundas torres, no ha dejado de ser formidable. Destacan además sus dos portadas, en especial la norte que, pese a la erosión, deja vislumbrar un impresionante trabajo escultórico, comparable a los ejemplos de Sos y Uncastillo.
Podemos continuar el recorrido en dirección a Erla -que guarda una ermita románica- y acercarnos a Luna, municipio que conserva un patrimonio monumental tan envidiable como desconocido para muchos. Es posible que el lugar más célebre de la localidad sea el monasterio de Monlora, dado lo espectacular de su emplazamiento, y es cierto que en origen allí se levantaba una ermita medieval como rezan los carteles, pero si lo que queremos es disfrutar del Románico nuestro destino debe ser el casco urbano de la población. En él se hallan dos excelentes ejemplos, San Gil y Santiago, y para encontrarlos deberemos ascender a la parte alta por las estrechas callejuelas, en las que se dan cita numerosas casas blasonadas, y tal vez guiarnos por las indicaciones de los amables vecinos, quienes quizá decidan incluso acompañarnos hasta la misma puerta.
Del templo dedicado a Santiago, entre edificios, destaca su portada constituida por varias arquivoltas con decoración ajedrezada, enmarcada en un cuerpo saliente. Más llamativa resulta la iglesia de San Gil, apartada unos metros del caserío y restaurada recientemente, cuya sencillez -nave única cubierta con bóveda de cañón y ábside poligonal- habla bien de la mentalidad del medievo. La portada principal, a la que se accede por uno de los laterales, presenta dos figuras con forma humana a modo de fustes, una solución poco frecuente que se repite, no obstante, en Sos del Rey Católico. En las inmediaciones de Luna pueden encontrarse otros restos románicos, por ejemplo en Lacorvilla o Lacasta. Este último, uno de los muchos pueblos aragoneses que se pudren en el abandono, muestra en el porte de su iglesia su importancia de antaño, pese a que hoy llegar hasta él requiera perderse en la maleza con un todoterreno.
No muy lejos de Luna se halla la, por ahora, felizmente habitada localidad del El Frago. Su caserío, en alto y puramente medieval, se distribuye aprovechando las diferencias de nivel alrededor de la iglesia de San Nicolás de Bari, de estructura muy clásica y sorprendente tamaño. Dos hermosas portadas conserva el templo, en las que el recurrente motivo de la bailarina nos indica, de nuevo, al responsable. En las cercanías es posible encontrar además otros restos románicos: San Miguel, Santa Ana y San Miguel de las Cheulas.
El bello municipio de Biel, al norte de El Frago, no ha perdido pese a los siglos su característica estampa militar, gracias a su altiva torre. Se trata de una construcción peculiar, del siglo XI, en la que según algunos autores podrían haber trabajado maestros centroeuropeos, coincidiendo con el reinado de Sancho Ramírez. En el siglo XVI se llevaron a cabo con desatino los grandes ventanales que hoy pueden verse, por lo que su aspecto de pared maciza era en origen todavía más acusado.
Imponente es también la torre de la vecina Luesia y, al igual que la de Biel, fue objeto de desafortunadas reformas. La localidad cuenta en su casco urbano con dos iglesias románicas -ambas muy modificadas-: la parroquial de San Salvador, junto al castillo; y San Esteban, al sur de la población. En los alrededores pueden hallarse además la ermita de Santa Quiteria, las torres de Sibirana y el Corral del Calvo, lugares de origen medieval y a cuyo interés contribuye el espléndido paisaje de la zona.
Muchas son, como se está comprobando, las razones que hacen de las Cinco Villas una comarca ineludible para quienes han sucumbido al poder de fascinación del Románico, pero hay acaso una localidad que por sí sola bastaría -y sobraría- para demostrar ese hecho sin resquicio a la duda; porque recorrer las calles de Uncastillo es lo más cercano que puede existir a recorrer la Edad Media, no sólo por las seis iglesias románicas con las que cuenta la villa, sino sobre todo porque el ambiente que se respira en cada rincón, frente a uno u otro templo o en lo alto de la fortaleza, ha sabido conservar, quién sabe por qué motivo, la magia de aquel tiempo legendario.
El castillo que corona el casco urbano desde el vértice de la peña Ayllón es de origen musulmán y, si bien un torreón y algunos lienzos de muralla corresponden a época románica, los restos más visibles son coetáneos al reinado de Pedro IV y, por tanto, góticos. En la arquitectura religiosa, por su parte, está espléndidamente representado el estilo que nos concierne gracias a Santa María, San Martín, San Juan, San Felices, San Lorenzo y San Miguel -el último desposeído de su portada a principios del siglo XX, vendida al Museo de Bellas Artes de Boston-.
Por suerte la iglesia de Santa María, la más importante de Uncastillo desde su construcción en el siglo XII, sigue luciendo orgullosa el tesoro que la hace irrepetible; porque, si bien es cierto que el edificio es muy notable en todo su conjunto, la apoteosis escultórica que invade la portada meridional, compendio de imágenes a cada cual más sorprendente, es única y eleva al templo a la categoría de obra maestra. La decoración de las arquivoltas es tan indescriptible como inabarcable, dejando boquiabierto a todo aquel que la contempla gracias a los incontables personajes que se dan cita, la calidad de las tallas y los misterios que encierra cada palmo de piedra. A esa fascinación puramente sensorial hay que añadir que, como se ha indicado, el fin de la labor escultórica era instruir al pueblo acerca de las sagradas escrituras, por lo que cada una de las imágenes cumple una función concreta donde no cabe el azar, un detalle que dificulta la composición y hace más meritoria la obra.
Una vez descubiertas el resto de iglesias -y otros muchos encantos- que guarda Uncastillo, podemos dirigirnos hacia los núcleos que ocupan la franja occidental de la comarca. Entre ellos se encuentra Biota, cuya antigüedad atestigua el hecho de que fuera sede de un monasterio benedictino, desaparecido en la época en la que se levantó el templo románico que hoy podemos visitar, de finales del siglo XII. Estilísticamente, la obra se caracteriza por reproducir el modelo arquitectónico que se considera arquetipo de la iglesia románica cincovillesa, lo que propicia que Biota sea un magnífico lugar para descubrir las particularidades exclusivas de la zona. Sus dos portadas, abigarradas de figuras, vuelven a recordarnos la belleza que caracteriza a los templos de esta parte de Aragón.
La localidad más importante del entorno es Sádaba, no en vano es una de las cinco villas que da nombre a la comarca. Curiosamente, los restos románicos más interesantes del municipio se encuentran lejos del casco urbano: por un lado, la hermosa iglesia del desaparecido monasterio de Puylampa, que perteneció a la Orden de los Monjes Hospitalarios; y por otro, el monasterio de la Virgen del Cambrón, hoy en propiedad privada. En la cercana población de Layana, en la orilla izquierda del río Riguel, podemos admirar una majestuosa torre medieval, que domina con solemnidad el enclave, así como la parroquial dedicada a Santo Tomás de Canterbury, del siglo XIII. Más al norte se encuentra Castiliscar, tan vinculado a su fortaleza que está presente hasta en el nombre del municipio -como Uncastillo-. Guarda además una hermosa iglesia románica del siglo XII, dedicada a San Juan Bautista y en cuyo interior -vale la pena destacarlo pese a no ser del estilo que nos incumbe- sirve de altar un maravilloso sarcófago paleocristiano, de mármol y en excelente estado de conservación.
Cuando se visita Sos, después de recorrer la sinuosa carretera que conduce a la localidad, a uno le parece extraño hallarse en la provincia de Zaragoza. Lo erizado del monte, la fecunda piedra, todo diverge del paisaje acostumbrado, pues la comarca se aventura hacia el norte como ninguna otra, ocupando el Prepirineo y mirando de frente a las altas cumbres. Muy cerca de las históricas tierras navarras de Leyre y Sangüesa, Sos del Rey Católico conserva, con la misma intensidad que Uncastillo, un soberbio patrimonio medieval.
El caserío parece literalmente sacado de aquella época, en un ovillo de calles que se entrecruzan en torno a los lugares que presiden la actividad de la villa. Sos tuvo el orgullo de ver nacer a un rey, aquel que hoy descansa en la distante Granada y ha merecido el elogio de la historia, pero Sos no necesita el amparo de Fernando el Católico para reivindicarse, pues sus plazas y palacios, la posición privilegiada de su torre del Homenaje -único resto de la fortaleza- y, sobre todo, el regalo para los sentidos que es la iglesia de San Esteban, hacen del municipio uno de los más hermosos de todo Aragón.
Si Uncastillo suma seis templos románicos, Sos no desmerece con el único que alberga -uno que, en realidad, son dos-. En él trabajó el maestro Esteban, artífice de la imaginería de la catedral de Santiago, y si bien su obra también se desarrolló en las vecinas Leyre y Jaca, es en la cripta de la villa fernandina donde logró alcanzar con su arte las cotas más cercanas a la perfección. La parte más antigua de la iglesia corresponde al paso que discurre por la parte inferior, del siglo XI y en un estilo todavía arcaico. El templo que se halla justo encima, construido una centuria más tarde, constituye un bello ejemplo de Románico jaqués y conserva una portada que se cuenta entre las más interesantes de la comarca, todo un privilegio a tenor de la altísima calidad que suelen tener la mayoría. Por otra parte, cabe nombrar una ermita situada al pie de la población, dedicada a Santa Lucía y en cuya sencillez se encuentra su belleza.
Muchos de los viajes a las Cinco Villas tienen en Sos su meta final y, sin embargo, el camino sigue hacia el norte por lugares en los que el curioso acaso tropiece con felices hallazgos. El Románico pervive en localidades como Añués, Gordués o Navardún, ésta última agraciada con la virtud de la serena hermosura que, como la niebla, se posa delicada en las plazas de piedra, en la pequeña iglesia o en la torre vigía. Isuerre, Lobera de Onsella, Urriés y Undués-Pintano conservan también, en medio de un paisaje que poco a poco se ha vuelto indescriptible, el legado de un tiempo malherido por la historia que se empeña aquí en mostrar sus virtudes.
Si el curioso ha escuchado esa voz que le empuja a caminar aún más lejos tal vez llegue a contemplar, tras esa curva que parece una de tantas hasta que se rebasa, sobre un promontorio, la solitaria nave de tierra firme que se halla varada en Bagüés. Entre maleza, apenas a un suspiro de las cumbres pirenaicas y sus eternas nieves vigilantes, la sencillez descarnada de sus muros refleja sin pudor la esencia de una edad que creímos lejana: un arte sin artistas, una belleza inconsciente y candorosa que aún no ha sido manoseada, un origen y también un eslabón con lo clásico. Podría añadirse que el templo es la muestra más occidental del Románico lombardo en nuestro país, del siglo XI, dedicado a San Julián y Santa Basilisa, cuyas magníficas pinturas están hoy en el Museo Diocesiano de Jaca..., pero de poco sirven esos datos al contemplar la serenidad antigua y solemne de la piedra, que en silencio grita -si queremos oir- que no es parte de un oscuro túnel entre dos estaciones sino estación misma; que hay una luz en la Edad Media que es nuestra luz, aún sin quererla; que hay una luz que es nuestra luz que está tatuada en cada rincón de la vida.
En la Edad Media todavía no se busca en el arte la belleza por ella misma (...), la razón de apetecerlo reside en su destino, en el hecho de ponerse al servicio de alguna forma de la vida.
Johan Huizinga. El otoño de la Edad Media
El poder de seducción que caracteriza a la Edad Media se manifiesta en la comarca más extensa de Aragón con especial intensidad, gracias a un notable patrimonio románico en el que destaca su sorprendente profusión iconográfica, herramienta para educar a un pueblo mayoritariamente analfabeto. Hoy en día, la riqueza escultórica de los templos cincovilleses nos invita a bucear por aquel tiempo legendario y descubrir el buen hacer de unos magníficos artesanos, para quienes la belleza era más un medio que un fin.
Hay quien ve en la Edad Media un largo y oscuro túnel entre dos de las etapas más esplendorosas de la historia de Occidente: la civilización romana y el Renacimiento. En una época en la que los destellos de la cultura clásica parecían haberse extinguido para siempre entre las brumas que genera la lejanía, otra cultura más joven, el Islam, había conseguido asentarse con éxito en la península Ibérica y relegar a las comunidades cristianas a los límites septentrionales, donde se originarían los procesos de reconquista.
Para comprender la esencia de ese mundo es necesario tener presente que cualquier concepto, incluso el más universal, está siempre modelado por las circunstancias del tiempo en el que se da: ¿Qué quería decir muerte cuando, tras sortear terribles enfermedades durante niñez y juventud, el frío metal podía estar aguardando tu carne en la siguiente esquina? ¿Qué significaba riqueza para una comunidad en la que comer tres veces en una jornada habría sido causa de estruendoso júbilo? En estas circunstancias, ¿qué significaba arte?
El poder religioso cristiano, con los monasterios como principales centros de actividad, no sólo se ocupaba de las funciones propias de la fe; sino que además había logrado conservar en su seno, manteniéndola viva, aquella cultura clásica que en los demás ámbitos de la sociedad no era sino una sombra del pasado. El estilo arquitectónico en boga procedía de Francia, donde la abadía de Cluny había acometido una reforma que le permitiría controlar, en su esplendor, más de 1.000 monasterios. El importante cenobio galo se hizo cargo asímismo del movimiento peregrino que generaba la ciudad de Santiago, y Aragón, en el camino hacia tierras compostelanas, comenzó a llenarse de templos cuyo arte llamamos Románico por sus vínculos con la civilización capitolina, dominadora en su tiempo del universo conocido.
Los monasterios e iglesias más antiguos, situados en el Alto Aragón, adoptaron la sencillez característica de un estilo arquitectónico que, no obstante, fue evolucionando a la par que el reino se expandía hacia el sur, alcanzando su madurez en el siglo XII. Por aquel tiempo, la zona que hoy constituye la comarca de las Cinco Villas disfrutaba de una bonanza económica motivada por la concesión de una serie de fueros, los cuales impulsaron el comercio y permitieron la construcción de la mayoría de los templos que hoy podemos contemplar.
El Románico cincovillés, en el que se conjugan influencias adquiridas gracias al paso del Camino de Santiago, tiene como característica principal la sorprendente profusión iconográfica en portadas, ventanas, canetes e interior de ábsides, en contraste con la sobriedad de los ejemplos altoaragoneses. Estuvieron a cargo de la decoración escultórica los más prestigiosos artífices de la época, como el maestro de Agüero -también conocido como maestro de San Juan de la Peña- o el Maestro Esteban, cuyas composiciones de interminables detalles sirvieron, pues ese era su fin, para instruir acerca de la historia sagrada a un pueblo en su mayoría analfabeto. Hoy, contemplando las expresiones, atuendos y actividades de las miles de figuras que decoran los templos de las Cinco Villas, uno se encuentra de golpe, frente a frente, con la Edad Media en su expresión más genuína, gracias a las manos sabias -y también ingenuas- de aquellos magníficos artesanos.
La comarca está literalmente plagada de iglesias y ermitas románicas, contando además con excelentes ejemplos de arquitectura militar de la época. Desde el sur, la primera villa que encontramos es Tauste, cuya torre de Santa María se cuenta entre las más hermosas de Aragón. Pero si lo que buscamos es Románico debemos encaminarnos hacia la ermita de San Antón, modesto pero interesante edificio de transición al Mudéjar, en el que está presente el ladrillo y donde, como en tantos otros templos de la zona, podemos encontrar la conocida imagen de la bailarina, firma habitual del taller del maestro de Agüero. Si nuestra voluntad es la de localizar todo vestigio que se halle en la comarca -labor heroica de llevarse a cabo-, debemos tener en cuenta que entre Tauste y Ejea, a la altura del kilómetro 25,700, parte una pista que conduce al pequeño núcleo medieval de Añesa, de cuya vieja iglesia, del siglo XIII y hoy de uso privado, se pueden observar algunos restos.
En Ejea, capital de las Cinco Villas, encontramos uno de los conjuntos medievales más importantes y curiosos de la zona, en el que destacan los templos de Santa María y El Salvador. El primero, consagrado en 1174, presenta la forma característica de las iglesias-fortaleza cistercienses, con robustos contrafuertes que destacan al exterior y contribuyen en su aspecto de solidez. La otra iglesia románica de Ejea, la de El Salvador, es ya del siglo XIII y ejemplo claro de transición al Gótico. Aunque en el siglo XVII se llevaron a cabo abundantes modificaciones que camuflaron su origen en parte, el aspecto del exterior del templo, con sus dos rotundas torres, no ha dejado de ser formidable. Destacan además sus dos portadas, en especial la norte que, pese a la erosión, deja vislumbrar un impresionante trabajo escultórico, comparable a los ejemplos de Sos y Uncastillo.
Podemos continuar el recorrido en dirección a Erla -que guarda una ermita románica- y acercarnos a Luna, municipio que conserva un patrimonio monumental tan envidiable como desconocido para muchos. Es posible que el lugar más célebre de la localidad sea el monasterio de Monlora, dado lo espectacular de su emplazamiento, y es cierto que en origen allí se levantaba una ermita medieval como rezan los carteles, pero si lo que queremos es disfrutar del Románico nuestro destino debe ser el casco urbano de la población. En él se hallan dos excelentes ejemplos, San Gil y Santiago, y para encontrarlos deberemos ascender a la parte alta por las estrechas callejuelas, en las que se dan cita numerosas casas blasonadas, y tal vez guiarnos por las indicaciones de los amables vecinos, quienes quizá decidan incluso acompañarnos hasta la misma puerta.
Del templo dedicado a Santiago, entre edificios, destaca su portada constituida por varias arquivoltas con decoración ajedrezada, enmarcada en un cuerpo saliente. Más llamativa resulta la iglesia de San Gil, apartada unos metros del caserío y restaurada recientemente, cuya sencillez -nave única cubierta con bóveda de cañón y ábside poligonal- habla bien de la mentalidad del medievo. La portada principal, a la que se accede por uno de los laterales, presenta dos figuras con forma humana a modo de fustes, una solución poco frecuente que se repite, no obstante, en Sos del Rey Católico. En las inmediaciones de Luna pueden encontrarse otros restos románicos, por ejemplo en Lacorvilla o Lacasta. Este último, uno de los muchos pueblos aragoneses que se pudren en el abandono, muestra en el porte de su iglesia su importancia de antaño, pese a que hoy llegar hasta él requiera perderse en la maleza con un todoterreno.
No muy lejos de Luna se halla la, por ahora, felizmente habitada localidad del El Frago. Su caserío, en alto y puramente medieval, se distribuye aprovechando las diferencias de nivel alrededor de la iglesia de San Nicolás de Bari, de estructura muy clásica y sorprendente tamaño. Dos hermosas portadas conserva el templo, en las que el recurrente motivo de la bailarina nos indica, de nuevo, al responsable. En las cercanías es posible encontrar además otros restos románicos: San Miguel, Santa Ana y San Miguel de las Cheulas.
El bello municipio de Biel, al norte de El Frago, no ha perdido pese a los siglos su característica estampa militar, gracias a su altiva torre. Se trata de una construcción peculiar, del siglo XI, en la que según algunos autores podrían haber trabajado maestros centroeuropeos, coincidiendo con el reinado de Sancho Ramírez. En el siglo XVI se llevaron a cabo con desatino los grandes ventanales que hoy pueden verse, por lo que su aspecto de pared maciza era en origen todavía más acusado.
Imponente es también la torre de la vecina Luesia y, al igual que la de Biel, fue objeto de desafortunadas reformas. La localidad cuenta en su casco urbano con dos iglesias románicas -ambas muy modificadas-: la parroquial de San Salvador, junto al castillo; y San Esteban, al sur de la población. En los alrededores pueden hallarse además la ermita de Santa Quiteria, las torres de Sibirana y el Corral del Calvo, lugares de origen medieval y a cuyo interés contribuye el espléndido paisaje de la zona.
Muchas son, como se está comprobando, las razones que hacen de las Cinco Villas una comarca ineludible para quienes han sucumbido al poder de fascinación del Románico, pero hay acaso una localidad que por sí sola bastaría -y sobraría- para demostrar ese hecho sin resquicio a la duda; porque recorrer las calles de Uncastillo es lo más cercano que puede existir a recorrer la Edad Media, no sólo por las seis iglesias románicas con las que cuenta la villa, sino sobre todo porque el ambiente que se respira en cada rincón, frente a uno u otro templo o en lo alto de la fortaleza, ha sabido conservar, quién sabe por qué motivo, la magia de aquel tiempo legendario.
El castillo que corona el casco urbano desde el vértice de la peña Ayllón es de origen musulmán y, si bien un torreón y algunos lienzos de muralla corresponden a época románica, los restos más visibles son coetáneos al reinado de Pedro IV y, por tanto, góticos. En la arquitectura religiosa, por su parte, está espléndidamente representado el estilo que nos concierne gracias a Santa María, San Martín, San Juan, San Felices, San Lorenzo y San Miguel -el último desposeído de su portada a principios del siglo XX, vendida al Museo de Bellas Artes de Boston-.
Por suerte la iglesia de Santa María, la más importante de Uncastillo desde su construcción en el siglo XII, sigue luciendo orgullosa el tesoro que la hace irrepetible; porque, si bien es cierto que el edificio es muy notable en todo su conjunto, la apoteosis escultórica que invade la portada meridional, compendio de imágenes a cada cual más sorprendente, es única y eleva al templo a la categoría de obra maestra. La decoración de las arquivoltas es tan indescriptible como inabarcable, dejando boquiabierto a todo aquel que la contempla gracias a los incontables personajes que se dan cita, la calidad de las tallas y los misterios que encierra cada palmo de piedra. A esa fascinación puramente sensorial hay que añadir que, como se ha indicado, el fin de la labor escultórica era instruir al pueblo acerca de las sagradas escrituras, por lo que cada una de las imágenes cumple una función concreta donde no cabe el azar, un detalle que dificulta la composición y hace más meritoria la obra.
Una vez descubiertas el resto de iglesias -y otros muchos encantos- que guarda Uncastillo, podemos dirigirnos hacia los núcleos que ocupan la franja occidental de la comarca. Entre ellos se encuentra Biota, cuya antigüedad atestigua el hecho de que fuera sede de un monasterio benedictino, desaparecido en la época en la que se levantó el templo románico que hoy podemos visitar, de finales del siglo XII. Estilísticamente, la obra se caracteriza por reproducir el modelo arquitectónico que se considera arquetipo de la iglesia románica cincovillesa, lo que propicia que Biota sea un magnífico lugar para descubrir las particularidades exclusivas de la zona. Sus dos portadas, abigarradas de figuras, vuelven a recordarnos la belleza que caracteriza a los templos de esta parte de Aragón.
La localidad más importante del entorno es Sádaba, no en vano es una de las cinco villas que da nombre a la comarca. Curiosamente, los restos románicos más interesantes del municipio se encuentran lejos del casco urbano: por un lado, la hermosa iglesia del desaparecido monasterio de Puylampa, que perteneció a la Orden de los Monjes Hospitalarios; y por otro, el monasterio de la Virgen del Cambrón, hoy en propiedad privada. En la cercana población de Layana, en la orilla izquierda del río Riguel, podemos admirar una majestuosa torre medieval, que domina con solemnidad el enclave, así como la parroquial dedicada a Santo Tomás de Canterbury, del siglo XIII. Más al norte se encuentra Castiliscar, tan vinculado a su fortaleza que está presente hasta en el nombre del municipio -como Uncastillo-. Guarda además una hermosa iglesia románica del siglo XII, dedicada a San Juan Bautista y en cuyo interior -vale la pena destacarlo pese a no ser del estilo que nos incumbe- sirve de altar un maravilloso sarcófago paleocristiano, de mármol y en excelente estado de conservación.
Cuando se visita Sos, después de recorrer la sinuosa carretera que conduce a la localidad, a uno le parece extraño hallarse en la provincia de Zaragoza. Lo erizado del monte, la fecunda piedra, todo diverge del paisaje acostumbrado, pues la comarca se aventura hacia el norte como ninguna otra, ocupando el Prepirineo y mirando de frente a las altas cumbres. Muy cerca de las históricas tierras navarras de Leyre y Sangüesa, Sos del Rey Católico conserva, con la misma intensidad que Uncastillo, un soberbio patrimonio medieval.
El caserío parece literalmente sacado de aquella época, en un ovillo de calles que se entrecruzan en torno a los lugares que presiden la actividad de la villa. Sos tuvo el orgullo de ver nacer a un rey, aquel que hoy descansa en la distante Granada y ha merecido el elogio de la historia, pero Sos no necesita el amparo de Fernando el Católico para reivindicarse, pues sus plazas y palacios, la posición privilegiada de su torre del Homenaje -único resto de la fortaleza- y, sobre todo, el regalo para los sentidos que es la iglesia de San Esteban, hacen del municipio uno de los más hermosos de todo Aragón.
Si Uncastillo suma seis templos románicos, Sos no desmerece con el único que alberga -uno que, en realidad, son dos-. En él trabajó el maestro Esteban, artífice de la imaginería de la catedral de Santiago, y si bien su obra también se desarrolló en las vecinas Leyre y Jaca, es en la cripta de la villa fernandina donde logró alcanzar con su arte las cotas más cercanas a la perfección. La parte más antigua de la iglesia corresponde al paso que discurre por la parte inferior, del siglo XI y en un estilo todavía arcaico. El templo que se halla justo encima, construido una centuria más tarde, constituye un bello ejemplo de Románico jaqués y conserva una portada que se cuenta entre las más interesantes de la comarca, todo un privilegio a tenor de la altísima calidad que suelen tener la mayoría. Por otra parte, cabe nombrar una ermita situada al pie de la población, dedicada a Santa Lucía y en cuya sencillez se encuentra su belleza.
Muchos de los viajes a las Cinco Villas tienen en Sos su meta final y, sin embargo, el camino sigue hacia el norte por lugares en los que el curioso acaso tropiece con felices hallazgos. El Románico pervive en localidades como Añués, Gordués o Navardún, ésta última agraciada con la virtud de la serena hermosura que, como la niebla, se posa delicada en las plazas de piedra, en la pequeña iglesia o en la torre vigía. Isuerre, Lobera de Onsella, Urriés y Undués-Pintano conservan también, en medio de un paisaje que poco a poco se ha vuelto indescriptible, el legado de un tiempo malherido por la historia que se empeña aquí en mostrar sus virtudes.
Si el curioso ha escuchado esa voz que le empuja a caminar aún más lejos tal vez llegue a contemplar, tras esa curva que parece una de tantas hasta que se rebasa, sobre un promontorio, la solitaria nave de tierra firme que se halla varada en Bagüés. Entre maleza, apenas a un suspiro de las cumbres pirenaicas y sus eternas nieves vigilantes, la sencillez descarnada de sus muros refleja sin pudor la esencia de una edad que creímos lejana: un arte sin artistas, una belleza inconsciente y candorosa que aún no ha sido manoseada, un origen y también un eslabón con lo clásico. Podría añadirse que el templo es la muestra más occidental del Románico lombardo en nuestro país, del siglo XI, dedicado a San Julián y Santa Basilisa, cuyas magníficas pinturas están hoy en el Museo Diocesiano de Jaca..., pero de poco sirven esos datos al contemplar la serenidad antigua y solemne de la piedra, que en silencio grita -si queremos oir- que no es parte de un oscuro túnel entre dos estaciones sino estación misma; que hay una luz en la Edad Media que es nuestra luz, aún sin quererla; que hay una luz que es nuestra luz que está tatuada en cada rincón de la vida.
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