Aguas Tuertas
Extracto del reportaje "Actividades en los ríos de Aragón" -1ª parte-, aparecido en la revista La Magia de Viajar por Aragón nº13.
Pese a lo llamativo de las actividades fluviales más novedosas, no hay que olvidar que algo tan sencillo como un paseo por la montaña puede resultar inolvidable. La cuenca del Aragón Subordán, en su curso alto, dibuja un camino mágico que conjuga arte, historia y algunos de los paisajes naturales más hermosos de todo el Pirineo.
El tramo más occidental de la cordillera posee unas características propias que lo hacen peculiar, fundamentalmente debido a la cercanía del mar Cantábrico. En primer lugar, no se alcanzan todavía las tremendas altitudes del centro y este pirenaicos, situación que impide la práctica de deportes de alta montaña como el esquí alpino. Por otra parte, la zona se halla bajo la influencia del clima atlántico, que garantiza una pluviometría constante a lo largo del año y unas temperaturas suaves. Esto se traduce en una vegetación frondosa, con abundante presencia de especies como el haya, rara lejos de aquí.
En lo referente a la historia, no hay que olvidar que lo que hoy conocemos como Aragón comenzó en estas tierras atravesadas por el río homónimo y su afluente, el Subordán, en cuyas aguas se pierde, hacia tiempos remotos y oscuros, el origen de la palabra que definió un condado, un reino, una corona y la actual Comunidad. Esa larga historia se plasma en el rico patrimonio artístico que conservan lugares como Siresa, cuyo monasterio fue el primero que la cristiandad aragonesa erigió.
Aguas arriba de dicho núcleo, siguiendo el curso del Subordán, la carretera se adentra en la garganta del Infierno y desemboca en la selva de Oza y su terreno boscoso, digno de infinitas postales, que nos habla en silencio de leyendas de brujas y animales imposibles. Éstos parecen esconderse -más de uno los ha visto- tras el tronco de cualquiera de los grandes árboles que sirven de límite al extenso manto verde en el que la vía se va perdiendo.
Poco a poco, la naturaleza va devorando los pocos signos de presencia humana. La carretera se convierte progresivamente en una senda pedregosa y una señal indica el punto donde debe dejarse el coche. Aquí, en lo que una lógica torpe y limitada identificaría como el final del viaje, empieza otro menos frecuentado. Al frente, paralela al río y unos metros por encima de él, una senda se difumina en el paisaje esplendoroso.
Atendiendo al respeto inicial, debe indicarse que se trata de una ruta fácil, en ligera ascensión, de unos 30 o 45 minutos para la ida y otros tantos para la vuelta. Perderse es prácticamente imposible incluso para quienes no conozcan la zona, pero éstos deberán seguir en todo momento el camino existente.
El recorrido es apto en cualquier época del año salvo en invierno, y son especialmente recomendables, siempre que el tiempo lo permita, las estaciones de transición. En otoño, la diversidad cromática que adquieren las hojas de los distintos árboles de las laderas forman un mosaico cuya majestuosidad es difícil de olvidar. En primavera, el deshielo de las cumbres permite que incontables flujos de agua se precipiten montaña abajo a ambos lados del camino.
El destino fijado, Aguas Tuertas, se anuncia al caminante con un guiño cómplice: un modesto refugio, indicado para rutas más severas o casos en los que el tiempo impide el regreso, se yergue como prueba de que también hasta aquí llega el hombre. Más allá de la caseta, la inmensidad de un paisaje que había permanecido oculto durante todo el recorrido regala una última postal, más poderosa e impactante si cabe: un amplísimo valle virgen rodeado de montañas es surcado por sinuosos riachuelos que constituyen el origen mismo del Subordán, de por sí fuente de tanta vida. El agua, esta vez serena, aprovecha aquí la planicie para mostrarse despacio y aturdir a la mirada con una prueba más de la belleza que es capaz de adoptar.
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